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Moriscologia

Joan Fuster, «Prólogo» a M. del Carmen Barceló Torres, Minorías islámicas en el País Valenciano. Historia y dialecto, València: Universidad de Valencia / Instituto Hispano-Árabe de Cultura, 1984, pp. 9-11.

PRÓLOGO

Quizá uno de los «hechos» más importantes de la historia del País Valenciano --en la medida que el término «País Valenciano» admite una definición ya decididamente concreta-- ha sido la dilatada perduración de las «minorías islámicas» después de la Conquista. Yo diría que sin duda alguna. A diferencia de lo ocurrido en otras zonas de la Península, aquí, el expansionismo cristiano del siglo XIII tuvo que resignarse a conservar una considerable masa de población musulmana, y este enclave demográfico inicial, con todo lo que comportaba en los aspectos religioso, lingüístico, político y económico, persiste hasta comienzos del XVII. Carmen Barceló detalla en su libro las razones y los avatares de tan largo y conflictiva situación. Son unos cuatrocientos años durante los cuales los «moros» --mudéjares y moriscos, si vale el vocabulario erudito-- supusieron un factor incisivo en el despliegue social del Reino de Valencia que creara Jaime I, y de lo que se arrastra hasta hoy. Cuando alguien intenta explicarse las singulares connotaciones del «caso valenciano dentro del conjunto hispánico, la referencia al dato «islámico» se impone.

Fue en 1609 el momento de zanjar el problema. Al menos, eso es lo que creían Felipe III y sus asesores decretando la «expulsión» de los moriscos. Queda atrás una convivencia a veces pacífica, a veces agresiva, siempre vidriosa, entre la comunidad colonial cristiana y la cornuni dad subalterna fiel al Corán y su «algarabía». Pero, extirpada violentamente una tercera parte de los habitantes del Reino --es el cálculo aproximado-- en aquella fecha, el vacío producido hubo de condicionar el futuro. Si antes, de 1609, ya fue revulsiva --o convulsiva-- la presunta «convivencia» entre moros y cristianos, como lo certifican las revueltas medievales y el episodio de las Germanías, después de la «expulsión se abren nuevas espectativas, y no exactamente favorables, en la evolución de la sociedad valenciana. Eliminados los moriscos, se endureció el régimen señorial en el País Valenciano. La dificultad de abrirse paso una «burguesía» que modernizase, en el País Valenciano, las estructuras locales, proviene de eso.

Por supuesto, no sería lícito reducir tan esquemáticamente la «historia» del País Valenciano. Me temo, sin embargo, que tampoco conseguiríamos entenderlo si rebajásemos la trascendencia del fenómeno apuntado. Y, entre los muchos aspectos que éste ofrece, el de la lengua apenas ha sido abordado. O peor: en general, cuando alguien intentó hacerlo, factores ajenos al estricto rigor científico se interfirieron en el análisis y en la interpretación. Hacía falta encararlo desde una perspectiva desprovista de prejuicios y con unos pertrechos técnicos filológicos adecuados. Es lo que ahora nos proporciona Carmen Barceló. Una larga y paciente exploración de archivos y una no menos admirable agudeza en el examen de sus resultados permiten a Carmen Barceló estipular los datos ya indiscutibles y, además, las conclusiones diáfanas. No nos podemos sino congratular del resultado. Alguno falsa polémica enconada por razones circunstanciales se desmorona ante la evidencia documental, y las intuiciones laterales encuentran en el presente libro la confirmación justa.

Porque la «tesis» aquí corroborada siempre había estado en el aire. Sólo que casi nadie la había perfilado. Corno tampoco casi nadie, prácticamente, había entrado en el estudio a fondo de los residuos escritos de la algarabía valenciana. Carmen Barceló lo hace ahora con una atención sin precedentes, y ensancha así el campo de conocimiento sobre el árabe vulgar hispánico, todavía recargado de enigmas y de dudas. No es ésta su primera contribución al tema: tiene en su haber notables publicaciones monográficas y, entre ellas, un denso libro centrado en la toponimia del País Valenciano, tan impregnada de «vida» islámica. Discípulo de los más eminentes arabistas españoles del momento, y de un romanista como el profesor Sanchis Guarner, la doctora Barceló dispone de un magnífico utillaje lingüístico para penetrar en la selva selvagia del pequeño mundo de los «moros de la terra» y de su conexión con el de los cristianos coetáneos y posteriores. Sospecho que, después del presente trabajo de Carmen Barceló, cantidad de etimologías y de pormenores fonéticos y de léxico, referibles a las supervivientes «hablas valencianas» --catalán y castellano-- habrán de ser revisados.

Mi competencia personal en tales asuntos es mínima, por descontado. Ni intento con estas líneas ir más allá de formalizar una gratitud personal y creo que no sólo mía por lo que Carrnen Barceló aporta a la historia valenciana. Pero estoy convencido de que ya queda despejada definitivamente más de una «incógnita» tradicional, y a partir de estas páginas ciertas discusiones serán superfluas. Lo eran antes, desde luego. Carmen Barceló puntualiza la cuestión en términos irrebatibles. Lo otro es, por lo demás, notoriamente apasionante. A través de los textos que Carmen Barceló exhuma y comenta, esa masa mudéjar y morisca del País Valenciano, silenciada por el tinglado colonial cristiano, empieza a cobrar entidad «histórica»: una entidad apasionante. Las «rninorías islámicas» sólo muy tarde, avanzado el xv, fueron aquí, dernográficomente, «rninoría». Y yo apuntaría hacia una diana culturalista, y más bien «literaria». Y es...

Es lo que he insinuado a menudo: la falta de «realisrno» de los escritores valencianos que hemos heredado corno «clásicos». En catalán o en castellano, Jaume Roig o Guillem de Castro, los amables notarios y canónigos que Miquel i Planas reunió en su Cançoner satírich valenciá y los castellanizantes de 1a Academia de 1os Nocturnos, todos coinciden en olvidarse, de, sus «moros». Y de sus judíos. No tanto de los judíos corno de los moros, en última instancia. Me temo que, en el xv valenciano, y luego, la clase dominante nunca habría pasado el tamiz de la «lirnpieza de sangre»: no sólo los burgueses --los mercaderes tipo Lluís Vives-- eran suspectos, sino también los aristócratas, y el mismísimo rey Fernando el Católico, que por vía materna, la de los Enríquez --y los Borja también-- descendía de conversos. Los Santángel, según incordiaba alguien --un alguien cristiano viejo-- «empuercaron» toda la genealogía de la nobleza valenciana. Eso aún se puede verificar. ¿Lo de los «moros»? No consta que quepa una homologación.

Sea como sea, el moro o morisco valenciano raramente aparece en la «literatura» autócto na. Sí en alguna comedia de Lope de Vega y en otros papeles igualmente triviales. Y en más. Sólo que nunca reflejaban directamente las congojas inmediatas de una «sociedad». La historiografía valenciana, me refiero a la más reciente, que --con Joan Reglà-- rescató el episodio «rnorisco» para sus reflexiones, aún sigue perpleja. No me aventuraré a criticarlo. Lo que Carmen Berceló ha averiguado y nos proporciona hoy podría servir para explicar muchas cosas, y para inducirnos a recapitular unas manipulaciones de nuestro pasado. Que no fue, en 1609, para Felipe III, una impertinencia «regional» sino una grave «cuestión de Estado». Lo restante, lengua y religión, afecta a los expulsados y a su descendencia. Lo que fueron o hayan sido los nietos o los biznietos de «nuestros» moriscos es otra curiosidad a aclarar. Mis informes son que la tradición de las familias evacuadas es la esperanza de recuperar «lo suyo». Citar un testigo de palabra quizá no vale. Quizá no valga. Mi amigo Miquel Tarradell contaba, de cuando fue el máximo directivo de la arqueología del Magreb, unas anécdotas sorprendentes. Según él decía, en el Norte de África, todavía en los años 50 de nuestro siglo había unos moros que conservaban las llaves de las casas valencianas de donde fueron exiliados en 1609 sus ancestros. Y con la añoranza y su «nacionalisrno» correspondiente. A otro nivel, diré que, no hace demasiados años, en un simposio celebrado en Túnez, unas «comuni caciones» consignaban que, evacuados del Reino de Valencia, algunos pueblos, algunas modestas aldeas, seguían hablando en catalán: en el catalán del País Valenciano, por supuesto. Lo cual nos remite --admitiendo el dato-- a la confusión lingüística y cultural del País Valenciano a finales del Quinientos, y ya en pleno Seiscientos. No la «expulsión de los moriscos», si no la impensable consecuencia de ella, y los «rnoriscos» en sí, y los mudéjares acorralados, exigen más vocaciones aclaratorias. Carmen Barceló ha sentado las bases para suplir este vacío. Las «lenguas son lo que son en la medida en que quienes las hablan desean hablarlas». ¿La «algarabía»?

Los «islámicos» valencianos se resistieron a abdicar de su «algarabía». Los «cristianos» se esforzaron para arrasar su «dialecto», y no lo consiguieron. Estos fragmentos de escritura que Carmen Barceló ha recogido nos colocan ante una decisión de «resistencia». Mudéjares y moriscos, en el País Valenciano, desde el siglo XIII al XVII, «aguantaron su peculiaridad. En nuestros trámites verbales los designaríamos como «minoría nocional». Es lo corriente. La de gollada minoría nacional «morisca» el 1609, en definitiva, sería mal interpretada en tanto que «nacional»... Felipe III y sus cómplices desterraron a los «moriscos». Carmen Barceló lo tiene en cuenta. Desde esta óptica habríamos de saltar a las trincheras de los novatores y a las de los «ilustrados». Y queda abierto el debate...

JOAN FUSTER